viernes, 30 de abril de 2010

Capitulo I (adelanto)

Recorrieron las plazuelas de incontables villas durante décadas. Se familiarizaron con el traqueteo de “La Barraca” que aunque oxidada lucía majestuosa a paso nómada.
Se puede decir que aquellas ruedas de abedul hablaban un lenguaje propio, misterioso y antiguo, como el de una vieja caja de música.
De cualquier modo todos la reconocían, y a su paso no había persona que no dejase su tarea para admirar el carruaje del gran guiñol, que como cada verano llegaba cargado de grandes esperanzas.

Tiraban de ella, dos pollinos más flacos que robustos, y aunque despacio la vieja carreta se dejaba llevar. Dirigía aquella extravagante comparsa un joven artesano ruso de facciones afiladas y mirada cálida. De todo lo que se dijo de él lo objetivo sería describirle como un maestro de la vieja escuela de artesanos de Moscow, cuya pose recordaba a los nobles caballeros y es que le envolvía un aura de misterio propia de los héroes románticos, parecía como si la vida le hubiese dado ya demasiadas lecciones, parecía como si le pesasen demasiado los años, Leonid era un anciano refugiado en un cuerpo joven.

Todavía aqui se cuenta que se enamoró perdidamente de una joven extranjera, hija de un mandatario español, dicen que todos sus títeres tienen las mirada de Patricia, el negro de la medianoche cubierto de esa tiniebla líquida que caracteriza a las nacidas bajo la influencia de Plutón. También dicen que le perseguiría al menos hasta que volviese a sentir el verdadero amor, ¿amor verdadero por segunda vez? ¡qué ironía! …¿no creéis?

Lyonya, como le llamabamos en el barrio tenía el porte que tienen aquellos que tras batallar durante años con la adversidad han perdido la partida en el último de los asaltos.
Atormentado, le envolvía un pesado halo de dolor y derrota imposible de penetrar. Sus andares pesarosos y su entrecortada sonrisa hacían pensar en una infancia fugaz que se le había ido cayendo de las manos, en una adolescencia agridulce y una juventud que le había abandonado a principios del camino.

De altura considerable, parecía que los pantalones siempre le venían pequeños, delgado pero no frágil. Su tez pálida destacaba con el pelirrojo de una despeinada y siempre larga coleta que le otorgaba cierto atractivo.
Pero de todo su aspecto, sin duda era su mirada lo que le hacía tremendamente especial, de ojos grisáceos y profundos, como si se tratase de plata viva. Siempre pensé que era capaz de ver dentro de cada uno de nosotros, me cohibía aguantarle la mirada pues me quemaba pensar que para él era transparente.

Le conocí en mi niñez, vivíamos en el barrio judío de la ciudad, y eso es todo lo que teníamos en común, supongo que éramos marginados de la sociedad, pero yo era demasiado ingenua como para entenderlo.  Lyonya se había criado con su padre, el señor Yaroslav Nóvikov, su madre, Dasha, había fallecido durante un parto doloroso y en condiciones insalubres. Algunos dicen que quizá ese fuera el motivo que llevó al viejo Yaroslav a refugiarse en sus juguetes.
Tras la muerte de Dasha, Yaroslav buscó evasión en la talla de títeres que tan feliz había echo a su mujer durante años. Se dedicó a la confección de marionetas de madera convirtiendo su humilde casita en un improvisado taller. Cada pieza modelada era única, pongo lo mano en el fuego porque eran las más bonitas de toda Rusia, y es que se puede decir que en cada una de ellas se iba quedando parte de él.

Aquellos juguetes fueron robándole los años al viejo maestro, y a medida que envejecía las estanterías se iban poblando de bufones, doncellas, trovadores, sirenas, brujas, druidas, príncipes, princesas…
Se desgastaba dulcemente entre ébano recién cortado y paletas de todos los colores, que hacían las delicias de los niños de Moscow.

Y mientras Lyonya crecía rodeado de los olores del modesto taller, aprendiendo el oficio que le permitía vivir al menos sin pasar hambre.
Para los que vivíamos allí, se crecía demasiado deprisa. La prematura muerte de Dasha acentuó está madurez y los días de juego pasaron como un soplo de aire cálido, para dar paso al trabajo, que era la única posibilidad de salir de allí en un futuro incierto.

Lyonya había adquirido la habilidad de su padre, de manos precisas y pies inquietos. Tenía gusto por los títeres, pues desde que podía recordar habían formado parte de su existencia.
Paseaba poco por el barrio, normalmente de noche, después del cierre del taller, solía maquillarse el ojo izquierdo con tintes negros a modo de antifaz, era todo un soñador, buscaba experimentar la vida desde del anonimato de el enmascarado, disfrutaba de todo cuanto le ofrecía el camino, tenía estrella.

Se curtía entre el serrín de las maderas y el barniz de las pinturas, se puede decir que en este caso el aprendiz superó al maestro en poco tiempo, y los títeres de los Nóvikov adquirieron ambigüedad, como si se tratara de seres humanos, sus rostros prometían gloria y desdicha al mismo tiempo, eran terriblemen... ¡perdón! quise decir, hermosamente humanos

Las ensoñaciones de Lyonya no aparecieron por generación espontánea, antes de aprender a leer quedó fascinado con el teatro y el mundo del circo, de vez en cuando invitaba a los niños del barrio para representar sus ideas con las marionetas, hablaba de islas perdidas, de lunas salpicadas de gatos y sonrisas, de amaneceres púrpura alrededor de la hoguera... nos daba la vida.

La alegría del teatro de títeres era una medicina poderosa para los pequeños de allí. Llenaba el hueco que deja el hambre con promesas de grandes esperanzas, o quizás solo eran meros espejismos. Aquellas tardes suponían un oasis en medio del desierto helado, una tregua para los corazones malheridos que se empeñaban en latir más alto que las bombas
Derribadas las barreras de los prejuicios, la imaginación no entiende de imposibles. Como la libertad no admite cadenas, los sueños se desplazan ciegos a pie de funambulista ... rozando el borde del precipicio. Empezó a vivir de sueños, con el peligro que esto conlleva

 
Kaotica

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