miércoles, 23 de octubre de 2013

Cantando sobre la tumba

Octubre – Lowell


Allen recita a Shakespeare, el pasaje favorito de Kerouac: “Cómo mi ausencia como un invierno ha sido… ¡qué escalofríos he sentido, qué oscuros días he visto! / ¡Qué desnudez del antiguo diciembre por todas partes!” Es casi justo la época del año en que murió. Árboles enhiestos y desnudos, sábanas de hojas caídas. Dylan y Ginsberg sentados en el suelo, piernas cruzadas, observando una placa de mármol pequeñita, medio enterrada en la hierba: “TI-JEAN (pequeño Jack), JOHN L.KEROUAC, Mar.12, 1922 – Oct, 21, 1969 – VIDA CON HONOR – SU ESPOSA STELLA, Nov. 11, 1918-.”Dylan va afinando su Martin mientras Ginsberg hace que su pequeño armonio portátil aliente sus notas por el prado. Muy pronto toma forma un blues lento en el que ambos intercambian versos, y luego Allen se introduce en un poema improvisado a la tierra, al cielo, al día, a Jack, a la vida, a la música, a los gusanos, a los huesos, a los viajes, a los Estados Unidos. Yo intento mirar a los dos tal como se me aparecen en ese momento, sin ninguna idea especial de quién o qué son, sino intentado simplemente verlos con un propósito secreto en la cabeza. Cada uno de ellos opuesto pero aun así en armonía. Vivos y cantando a los muertos y a los vivos. Sentados directamente en la tierra, encima de los huesos, debajo de árboles, y oyendo lo que oyen. 



Rolling Thunder: con Bob Dylan en la carretera. Sam Shepard 

miércoles, 16 de octubre de 2013

Ofrenda para Luna Halcón


Zoológico apátrida de espléndidas mandíbulas, su rostro es un sumario del desierto ácido, bucle cilíndrico de cáñamo y vórtices en las antípodas del Hotel Chelsea se inaugura la corte de los milagros,
cavó la zanja de su propio epílogo y Maxon-Dixon no está tan lejos,
amarillea París mientras se aleja crece el destierro ferroviario entre herbazales y vías electrificadas,
por un momento fue sólo corazón y pulmones pugnando por ver quién sonaba más hondo, su historia o el deshuesadero de santos que demarcó las esquinas de una cama cualquiera a las afuera del continente.

Aquel cancerbero compartía onomástica con mi entonces Volvo, blandía su antena como un látigo, un cuchillo que truncaba el tiempo mientras salmodiaba canciones que la radio repetía en cada peaje,
la misma cadencia monolítica una y otra vez, el acre del látex que se consumía.

Yo aprendí balística en los portales de Redtube el día en que los bares se llenaron de forraje y amanecieron parcos los dipsómanos de sombreros idénticos mientras recitan Salves en inglés a modo de letra underground,
¡On the road deslucida a guía turística para modernos viajeros esdrújulos!
la habitación 101 existía más allá de la Franja Aérea descrita en los fastos de 1984,
¡qué profético el Ángel! América se hundía estrepitosa en el mar

Y así, desposeída, mas lista para la balacera, vestí chaqueta metálica en ese sagrario intacto de úlceras marxistas que como al César amé, con altivez, con voluntad de diosa
y huí de mí, distópica y consonante a través de la inmensidad homicida como un ritual de cuervos de plumaje omnívoro,
dinamitaron entonces los moteles del estraperlo,
al alba la lluvia desnudó su cártel,
despertó de entre la villanía cuando en los arcenes de las ruinas indígenas donde las tumbas,
la quietud,

como novia sacramental le hizo el amor como una injuria la soledad de otra ruptura exhumó el nuevo dicciosario de extinciones,
mostrose la eslora de sus llagas, desmedido humedal sin fondo, preámbulo del armisticio se reveló a la hora del lobo y señaló a los pragmáticos:
culpables.

Y desorbitó perdido, enamorado en el proemio lisérgico de la galopada,
vagonetas bífidas rodaron eflúvicas a contravía apostadas en sus ojos, esos ojos pálidos fogueados por los faros de todos los camioneros que alabeaban el sueño de la clase hambrienta,

cuatro mil novecientas veintinueve millas de n a d a
errática y crónica como un suspiro de la memoria donde erigirse ahora el contrapunto de ese abandono,

dime Travis qué puedo hacer por ti, si sólo conozco tu nombre y qué eres de París,

de París-Texas.


viernes, 11 de octubre de 2013

El fantasma de Perla Duster

Lo que más me gusta es cuando vamos en coche. Sobre todo cuando estamos entre el sitio de donde venimos y el sitio adónde vamos. A veces echo de menos dormir en casa, pero es estupendo pensar que nadie sabe exactamente donde estamos. Papá dice que ya hemos estado aquí antes. Ya recuerdo, esa vez atrapé un escorpión enorme con un vaso, lo dejé toda la noche allí y por la mañana el vaso seguía boca abajo pero el escorpión no estaba dentro, no sé como pudo salir, fue un gran misterio, aunque en realidad, me gusta no saber lo que pasó. Quizás es que allí vivía un fantasma y el fantasma levantó el vaso, o tal vez lo hizo el escorpión con su cola venenosa.

Papá dice que la costa Oeste está encantada (papá siempre dice lo mismo) y yo le pregunto que qué clase de encantamiento es ese que hace desaparecer a un escorpión, y me cuenta que seguramente el del fantasma de Perla Duster. Yo no conozco a Perla Duster, pero he oído su historia otra vez.
Perla era una niña rica de nueve años a la que secuestró el hampa por aquí. Le cortaron unos mechones de pelo y se los mandaron a sus padres. Como la familia tenía mucho dinero, pagó el rescate y la policía encontró a Perla tapada solamente con una manta donde los secuestradores dijeron que estaría. Papá dice que no le hicieron nada, pero yo estaría muerta de miedo. Después pillaron a esos tipos intentando huir en un barco que iba a la Baja California. Y cuando les metieron en la cárcel del puerto de Ciudad Lázaro, descubrieron que en la maleta que uno de ellos llevaba había un collar de huesos junto con los zapatos lustrados de la niña y su cabello atado con celofán. Seguramente estaban chiflados.

A mí nadie va a secuestrarme, “todo el mundo sabe quién es mi padre” y “no querrían tener problemas con él”, eso repite cada vez que le pregunto por Perla a él o alguno de sus amigos, los del sombrero negro y el acento raro. Son seis y nunca jamás paran de fumar y  reír. Se ríen muchísimo y fuerte, fuertísimo diría yo,  ríen sin parar hasta que a veces el señor de las llaves sube y los echa afuera y ellos sin parar de reír gritan “¡no perdona! ¡no perdona!”  y bajan las escaleras golpeándose con la barandilla y despiertan a todos los huéspedes. Entonces papá se queda muy quieto, como dormido, y yo espero a que se despierte mientras escucho la radio, los tornados arrasaron ayer gran parte del Arkansas…  La primera vez que lo vi así me asusté mucho, pero luego, cuando despertó  me contó que había estado viajando, como cuando vamos en coche, pero por carreteras nuevas que sólo conocen los mayores que como él, se mueren de risa.
Un día de esos creí ver un fantasma en la esquina de la habitación, pero no creo que fuera Perla. Demasiado grande para ser ella. Yo estaba tumbada en el suelo escuchando la radio, vientos huracanados frente a Point Sur, California…  todavía podía oír las carcajadas de los amigos de papá por la ventana abierta. Fuera llovía y estaba oscuro, una sombra salió del baño y corrió hasta la ventana. Me pareció ver unos zapatos brillantes. La mosquitera se abrió sola, y después de que pasara la sombra se cerró. Yo corrí a esconderme debajo de la mesa del tapete verde. Me quedé acurrucada toda la noche pensando en los hombres que secuestraron a Perla, ¿Seguirían en la cárcel? ¿Se habrían muerto? Y Perla ¿Seguiría viva? ¿cuántos años tendría ahora?


No sé cuanto tiempo pasó. Por lo menos cinco eternidades. Yo pensé que si alguien quisiera secuestrarme, me defendería con un cuchillo. Procuraría darle una puñalada en el ojo. Seguramente Perla no llevaba un cuchillo encima. Yo esperaría a que no estuviese mirando y entonces le clavaría el cuchillo en el ojo y saldría corriendo. No podría atraparme. Definitivamente le diría a papá que desde ahora pensaba llevar siempre encima un cuchillo, mi cuchillo. Cuando despertara claro, entonces seguía dormido. Y yo  ya conozco las normas: il capo non  perdona.


(experimento -1º intento-)