martes, 22 de septiembre de 2009



Se llamaba Mario.
Vivía a dos calles de la Plaza de Oriente. De agua fresca su mirada y perfecto rubio. Crecieron juntos y embellecieron al compás de su Madrid natal.
La veneraba, su corazón latía al ritmo de sus pestañas. Ella se sentía afortunada de tenerlo, amigo, confidente y primer amor. Sabía que de puntillas rozaban la perfección. Ocupaban sus días fotografiando cada uno de los recovecos de la ciudad. Como musa y poeta, como pintor y lienzo. Se necesitaban porque se querían.
Un domingo de lluvia, el último de los que pasaron juntos antes de la despedida de Patricia, caminaban bajo la sombra de los inmortales cipreses que coronan el camposanto de San Isidro. La lluvia les salpicaba en la cara y les mojaba el pelo. Sonreían sin mirarse, sin decir nada. Paseaban despacio, saboreando el olor que el agua arranca a la tierra. Entre flores marchitas y piedra mojada, el viento silbaba tímidamente y mecía las flores de plástico en una danza hipnótica. El sol parecía enterrarse entre lápidas torcidas y nichos abiertos. La necrópolis afinaba sus cuerdas para entonar un réquiem de dulces tormentas. Disfrutaban de la belleza del silencio eterno. Dirigían sus pasos al patio de San Pedro, a medida que avanzaban se amontonaban las hojas, se silenciaba el espacio. Tallas de ángeles y vírgenes se alzaban en armonioso desorden, conformando una estampa lúgubre pero armoniosa. En el corazón del laberinto inmortal se erigía un panteón que la hiedra trataba de ocultar. Sobre el mármol lloraba un arcángel de piedra gris y ojos vacíos. Entre sus alas yacía una rosa roja. Él la tendió su mano, ella la agarró con firmeza y desaparecieron entre las sombras del monumento para dar la espalda a la estatua mortuoria. La besó como se besa cuando el mundo se agota. Entre la penumbra negra y el crepitar de siete velas se juraron amor eterno. El tañir de las campanas selló el juramento de amor inmortal
... mientras la lente de vidrio desdibujaba cada pliegue de su cuerpo, cada suspiro.

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